Alguna vez le pregunté a papá cuál era su sueño y, sin vacilar, me respondió que desde siempre ha querido cambiar a Colombia. Siendo apenas un jovencito se encaminó hacia esa meta y ahora, decenas de años más tarde, por fin lo está logrando, tal vez no al ritmo que algunos quisieran, pero lo está haciendo. Desde que es presidente, el cambio en él, como persona, ha sido grande, pues lo hemos visto más tranquilo, más carismático, más conversador y, en términos generales, más pleno. Sin embargo, su discurso en la posesión hace ya varios meses y aquel en Chile hace tan solo unos dÃas me hacen añadir a esa lista, también, más nostálgico. Él siempre ha sido una persona profundamente reflexiva, capaz de sentarse por horas en un sofá, con las piernas cruzadas, el mentón descansando en el pecho y su mano derecha desordenando su cabello, en completo silencio, pensando solo él sabrá en qué. Al verlo de esa manera se me hacÃa que él era una representación de la melancolÃa, pero puede que solo me estuviera proyectando a mà mismo en él. Esos momentos solo sucedÃan en privado, lejos del alboroto de la labor polÃtica y del bullicio de la opinión pública. En esos contextos, él siempre se ha mostrado fuerte y con carácter, carismático siempre que debe serlo y serio cuando la situación lo amerita. Pero aquellos discursos develaron, ante todas y todos, su gran sensibilidad, algo poco antes visto en él, y que anteriores presidentes jamás mostraron.
¿Qué es lo que hace que, ahora que está cumpliendo su sueño, le veamos tan sensible y afligido? Pues justo después de su discurso en Chile, no pude evitar pensar en ello.
La violencia y la guerra son lo que más genera dolor en una persona y a ellas atribuà aquella melancolÃa que solÃa ver en él en sus momentos de reflexión. La cárcel, la tortura y la muerte de seres queridos dejan marcas que no se pueden borrar y la única opción es aprender a vivir con ellas y hacerlas parte de uno. Pero la nostalgia reciente va mucho más allá de su experiencia personal con la lucha por cambiar a Colombia, pues él no fue el único que quiso lograrlo, fue un sueño compartido con toda una generación de jóvenes, muchos y muchas de los y las cuales hoy en dÃa yacen enterrados en cementerios de ciudades, de pueblos o en tumbas anónimas imposibles de encontrar. Una generación de personas que sufrieron y se perdieron a sà mismas o a otros por la consecución de aquel sueno común que hoy en dÃa por fin se está haciendo realidad. Por ello, cuando mi papá hace sus discursos no solo los dirige a quienes le escuchan, también a quienes hace mucho dejaron de poder escuchar, y de hablar, y de sentir y de respirar, hijos, hijas, padres, madres, tÃas, primos, vecinos, amores, desamores, conocidos, desconocidos, que compartieron su mismo sueño o que fueron sus enemigos, vÃctimas todos de un paÃs asediado desde hace décadas y tal vez siglos por quienes halaban los hilos de sus propios gobernantes. Justo en esos momentos en los que se le quiebra la voz, en los que debe detenerse para que aquella aflicción en su garganta permita el paso de las palabras, él piensa en quienes habrÃan podido tener otras opciones diferentes y alejadas de tanto dolor si el paÃs hace mucho hubiera sido por y para el pueblo.
Mi papá tiene la responsabilidad de cargar con el dolor y con el sueño de quienes ya no pueden soñar y eso lo convierte en el presidente de los sueños, de la esperanza, pero también de la nostalgia, el presidente más humano que ha tenido Colombia. Por sus discursos podemos deducir que él siente el dolor no solo de un paÃs, sino de toda Latinoamérica y eso es precisamente lo que necesitamos, pues solo sintiendo ese dolor podemos hacer el esfuerzo que sea necesario para que la historia, esa gris historia de pueblos sin voz, de personas que soportaron o no la tortura, de madres y padres que hasta el dÃa de hoy siguen buscando a sus hijos e hijas o que perdieron toda esperanza de encontrarlos, de personas convertidas en sÃmbolo luego de una muerte causada por parte quienes, tan solo, no debÃan apretar el gatillo, no vuelva a repetirse.