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Un Camino para Despertar (Cap 1)

Actualizado: 4 sept 2022

Desde que tengo 18 años he estado escribiendo esta novela. En un principio los avances eran sustanciales hasta que, como suele suceder en Bogotá, robaron mi maleta no solo con mi computador en ella, sino también con un llavero del que colgaba la USB que contenía todos mis escritos. Me tomó varios años volver a empezarla y, cuando lo hice, los avances eran ínfimos. La usé como trabajo final de la Maestría en Creación Literaria de la VIU, y la tranformé en algo completamente nuevo que representa un reto mucho mayor. Hoy en día es el proyecto en el que dedico mis horas libres. Espero que la disfruten y que de ninguna manera piensen que Un Camino Para Dormir(los) sea un mejor título.

CAPÍTULO 1: EL FINAL Y EL INICIO



Ut praeterita


Tristán recibió su último día con los ojos abiertos. No había podido conciliar el sueño y se dedicó toda la noche a mirar el techo y a planear el que, pensó, sería el día final de su existencia. Tiempo atrás había soñado con el fin del mundo. Las carreteras se abrían en dos, las casas se derrumbaban y los gritos de las personas se diluían en el rojizo e incendiado cielo. Él llegaba hasta un cajero automático y en vez de vaciar su cuenta retiró solo la mitad. Luego de despertar del sueño nunca pudo comprender el porqué de esa decisión. Ya con esa parte de sus ahorros en los bolsillos del pantalón, llegaba hasta donde una prostituta y le pagaba todo lo que tenía a cambio de unos últimos minutos u horas de desahogo carnal. Ella se veía tranquila y dispuesta, como si la desgracia no se estuviera cerniendo sobre la humanidad o como si esta no se comparara en lo absoluto con la que ella había vivido durante toda su vida. Tristán no recordaba si en el sueño se había acostado o no con la prostituta, pero entendió qué significaba que el mundo fuera a terminar. Aquel era el día en el que ese sueño se realizaría y, aunque muy en sus adentros quería volver a sentir el calor y la humedad de una mujer, era consciente de cómo el placer podía hacer temblar hasta las decisiones más férreas, así que pensó en su novia, y toda idea lujuriosa se desvaneció.


Se sentó en el borde de la cama, se frotó con las manos el rostro y suspiró. Abrió el cajón de una mesita de noche posada al lado de la cama y observó el revolver que había en él. Lo sacó junto con las balas y, tranquilo, las metió, una por una, en el tambor del arma. Observó el ojo oscuro que se iluminaría en el momento preciso de su muerte. La luz lo mataría, pensó y guardó de nuevo el arma en el cajón.


Se bañó a sabiendas de que ese sería su último baño, la última vez que sentiría el agua caliente deslizándose por su piel. Se vistió con la consciencia de que sería la última vez que lo hacía a menos que algún evento azaroso lo obligara a cambiar su descuidada vestimenta. Cerró la puerta del apartamento tras de sí y bajó las escaleras. No las volvería a bajar, pensó, y salió del viejo y sucio edificio en el que quedaba su pequeño apartamento.


En la calle las personas se sometían al vaivén de sus ocupaciones. Siempre era lo mismo. No se detenían ni un segundo para cuestionarse acerca del sentido de lo que hacían, la costumbre las hacía ir y venir como por inercia. Ninguna de ellas se preocupaba por la persona que pasaba a su lado ni por aquella que, bajo la sombra del viejo y sucio edificio, tenía planeado acabar con su vida. No les importaba, era normal y a Tristán tampoco le habían importado cuando él también había sido esclavo de ese mismo vaivén. Pero ahora que él había decidido liberarse y que no tenía ataduras, solo pensaba que los extraños no eran más que decoraciones de un paisaje que solo servía de encuadre para las miserias del caminante.


A pesar de haber pasado la noche en vela, no logró establecer el plan a seguir para ese día, aunque estaba seguro de que no quería perder sus últimas horas en observar a los pasantes. Pensó en ver a su madre, pero descartó la idea. Desde el divorcio de sus padres, la había visto caer en la depresión y refugiarse, primero, en el vino de la tarde, que se fue ampliando a otros periodos del día, y, segundo, en él mismo. Había oído sus lamentos hasta el hastío. Al principio era lo natural, pero, después, interpretó que su madre, de manera deliberada, se había estancado en un momento de la vida en el que parecía no poder vivir sin el consuelo de su hijo. Tristán esto, Tristán aquello. Se convenció a sí mismo de que su alejamiento de ella era, precisamente, un acto de liberación contra esa necesidad empalagosa con la que su madre quería tenerlo siempre a su lado, pero, muy en el fondo, sabía que la distancia era necesaria para lograr su cometido y si no quería verla ni despedirse era para alejar por completo cualquier atisbo de duda. Aunque evitara el sentimiento, amaba a su madre y ello lo evidenciaba que ella era la primera persona que llegó a su mente. En cuanto a su padre, Tristán hizo una mueca de asco con el primer pensamiento que tuvo de él y solo empezó a caminar sin rumbo alguno a lo largo del andén.


Con su madre y su padre descartados, pensó en ir a ver a su tío Juan. Tristán siempre había sentido una gran empatía hacia él, que se incrementó con la muerte del hijo de apenas siete años de edad por una afección cardíaca. Solía escuchar por horas sus teorías acerca de la existencia y del universo. A raíz de la temprana partida de su hijo, estas teorías se fueron volviendo cada vez más alocadas y divinas, hasta el punto en el que ya no valía la pena, ni siquiera, hablar de ellas pues las palabras no les hacían el suficiente honor. Entonces, solían sentarse en silencio, y las miradas serias junto a las taciturnas poses lo expresaban todo. Siguieron dando preferencia a esta forma de comunicación incluso después de que una tractomula dejara el cuerpo de su tío desperdigado por una decena de metros a lo largo de la autopista interdepartamental. Tristán solía, entonces, visitar su tumba, aunque el paso del tiempo redujera la frecuencia en que lo hacía. La opción de ir al cementerio se hacía cada vez más plausible hasta que, mientras caminaba, Tristán sintió a alguien que lo apresaba por la espalda.

—¡Viejo Tris! ¡Casi que no te vuelvo a ver!

Tristán reconoció la voz de Simón, su amigo de infancia y a quien había decidido evitar desde hacía mucho tiempo. Maldijo en sus adentros La casualidad no quería evitarle despedidas. Se volteó y miró a su amigo.

—¿Qué? — siguió Simón — ¿Llevamos tiempo sin vernos y ni siquiera me vas a saludar? ¡Ven para acá!

Simón lo halo y le dio un abrazo de hombro con hombro. Tristán se recompuso e intentó hablarle como si el día fuera uno más de los incontables que le quedaban por vivir. Pero una de sus mayores virtudes o defectos era su pésima capacidad para la mentira. No podía aparentar que el mañana llegaría precedido por otro mañana, así que, mientras caminaba con su amigo, hacía silencios que no eran los silencios normales y ya conocidos por Simón, quien lo comprobó al parar y hacerle la pregunta que Tristán menos quería escuchar: “¿Todo está en orden?”


Tristán se detuvo y, sin poder mirarlo a los ojos, hizo un gesto afirmativo. Simón se paró en frente, lo sostuvo por los hombros, acercó su rostro al de él y mostró desaprobación en la mirada.

— Tengo que despedirme — contestó.

— ¿Qué? ¿Te vas? ¿Cuándo? — preguntó con frenesí Simón,

— Mañana en la mañana

— Y ¿a dónde si no hay mejor ciudad que esta?

Tristán se quedó en silencio.

— Mierda Tristán — siguió Simón —, pero me hubieras avisado. Todavía tengo tiempo de llamar a toda la gallada para organizarte tu despedida. Tú no te preocupes ¿eh?, que vas a ver que la vamos a pasar del putas. Tanto que vas a decidir quedarte.

Simón sacó del bolsillo su móvil, pero Tristán lo detuvo sujetándolo del antebrazo.

— No, no lo entiendes.

— ¿Pero qué no voy a entender?

— Es solo que…

No sabía cómo continuar su frase y lo único que hizo fue apartar la mirada. Entonces, Simón le tomó el rostro y lo miró fijamente a los ojos. Tristán nunca supo qué de su mirada lo delató ante Simón. El iris de Simón se movía como si leyera algo en sus ojos, como si recorriera cada uno de los diminutos músculos para adentrarse en la pupila y encontrar quién sabe qué secreto en esa oscuridadde su amigo. Tristán notó cómo se humedecieron los ojos que lo observaban, pero antes de que pudiera decir algo o irse sin decir nada, Simón continuó.

— No, créeme que sí lo entiendo. — Simón hizo silencio unos segundos y levantó la mano para que Tristán no interrumpiera lo que sea que estuviera pensando, luego lo soltó y siguió — mira Tris, no te voy a pedir explicaciones ni voy a intentar detenerte. Tampoco voy a llamar a los demás porque sé que ellos sí que lo intentarían. Pero sí te pido al menos que te despidas de mí con una cerveza en mano. ¿Te parece?

Tristán lo meditó por unos segundos mientras sentía la presión de los ojos suplicantes de su amigo, quien, a pesar de todo, parecía conservar la calma. Entonces suspiró e intentó relajarse.

— ¿A penas es medio día y ya está pensando en cerveza? — prosiguió en tono jocoso.

— ¿Pues si ya sabes cómo soy para qué me invitas? — contestó Simón luego de esbozar una sonrisa.

— De hecho, tú eres el que está invitando.

— Ya no seas tan sabiondo y vamos, que tengo una sed del demonio.

Tristán rio para sus adentros y se dirigieron al parque de siempre. Hablaron de todo y de nada y no fue sino hasta que hicieron silencio que Simón volvió a tocar el tema.

— ¿Y ya has hablado con…

Tristán, se detuvo y lo miró a los ojos como quien sabe que una desgracia se avecina y no puede hacer nada para evitarla. No quería escuchar el nombre de ella. No quería pensar en qué le diría cuando la viera, aunque sentía la responsabilidad de hacerlo, de confrontarla y darle, si podía, el consuelo anticipado. Suspiró e intentó evitar la tristeza apartando la mirada hacia otra dirección. Allá, a lo lejos, entre las ramas pintadas en el cielo nubloso volaba una pareja de pájaros con frenesí. Parecía que uno escapaba del otro y cuando se escondían en los follajes y volvían a salir ya no se sabía si habían cambiado de lugares. No parecían estar empecinados en una carrera por la comida, más bien parecían jugar antes de la caída de la lluvia como controlados por el deseo inmenso de mezclarse con el plumaje del otro luego del intenso baile de la seducción.

—Ya entendí — prosiguió Simón —, ya tendrás algo en mente.


Siguieron en silencio hasta que llegaron ir a una pequeña tienda, compraron algunas latas de cerveza y se dirigieron al parque.


Estaba vacío. Pasaron por la cancha de micro situada en el costado norte. Era en ella que solían jugar, ganar, perder y pelear con el rival por una supuesta falta cometida o por unos supuestos egos aporreados. Antes de llegar a las gradas y destapar las cervezas, Tristán miró los arcos oxidados y sin malla, raspó el concreto agrietado con la punta de su pie derecho y suspiró. Luego se sentó con Simón en las gradas y destaparon la primera lata.

—Nunca me gustó esta cerveza. Sabe a agua—dijo Tristán sonriendo.

—¿Entonces por qué la compraste?

—No sé— mintió.

—¿Prefieres que te traiga un vino o tal vez un whisky? ¿O, mejor un aguardiente? —Bromeó Simón.

—El whisky estaría muy bien. Muchas gracias, pero ve rápido que no tengo todo el día—continuó Tristán con una voz excesivamente sofisticada.


Rieron y permanecieron un rato en silencio mientras observaban jugar a los niños por por alguna razón desconocida no habían ido a la escuela, y cuidarlos a las empleadas que por muchas razones conocidas no podían cuidar a los de ellas tanto como a aquellos. Entonces Simón sacó un cigarro y le ofreció uno a Tristán, quien no se negó incluso si hacía unos meses le había prometido a su novia que dejaría de fumar. Ya con la relajación del alcohol y de la nicotina empezaron a hablar de banalidades. Del último partido que jugaron en el que de un pelotazo Tristán sintió sus testículos hasta la garganta, de la última borrachera en la que cantaron rancheras hasta el amanecer, de lo estúpido que era el uno al haber sido expulsado de la escuela por malos resultados e indisciplina un par de años atrás y de lo estúpido que había sido el otro al haber perdido media vida por sacar buenos resultados y tener una pulcra disciplina. Simón terminó contándole acerca de la última parranda en la que estuvo y que terminó en un burdel de la zona de tolerancia de la ciudad y del que aseguró no recordar si las chicas venían con un miembro extra o no. En el momento Tristán se burló de él y afirmó entender la razón del porqué lo vio caminar torcido y con las nalgas apretadas, y después de que Simón le empezó a recriminar el por qué le había estado observando las nalgas y de reír, Tristán volvió a recordar el sueño del fin del mundo y de la prostituta. No quiso contarlo debido a la cercanía de la finitud. De hecho, la conversación se había vuelto tan amena y graciosa que por un momento había olvidado por completo su propósito. El recordarlo fue como un violento jalón de la realidad y no hubo más risas ni anécdotas jocosas. El repentino cambio de ánimo fue como una señal para Simón, pues añadió un sutil silencio al existente con sus palabras quebradas.

—Te vamos a extrañar mucho.

Tristán levantó la mirada y vio los ojos cristalinos de su amigo.

—Lo sé— dijo con una sequedad que hizo incluso más dura en las siguientes frases de la conversación mientras que Simón parecía cada vez más vulnerable.

—¿Cuándo lo piensas hacer?

—Al amanecer.

—¿No vas a dormir?

—No.

—Estarás tan cansado que no podrás hacerlo—dijo Simón riendo con tristeza.

—Puede que tengas razón. ¿Cómo no pensé en ello antes? — intentó decir Tristán en un tono fracasado de burla.

Ambos rieron resignados y volvieron a quedar en silencio hasta que Tristán se levantó.

—¿Ya te vas?

—Sí.

— Mira — siguió Simón sacando del empaque la última de las cervezas—, todavía te queda una.

—No, si sigo lo más seguro es que me quede dormido en estas gradas.

— Entonces ten — Simón tenía el brazo estirado con la caja de cigarrillos en la mano — seguro que te harán falta para esta noche.

—¿Un adicto como tú dándome sus suministros de droga?

— Si te quedas verás que hay muchas sorpresas más — continuó Simón mientras reía.


Tristán recibió la cajetilla, se le acercó y Simón se levantó. Se miraron unos segundos y luego se abrazaron. Tristán le dijo el adiós que Simón parecía querer postergar el mayor tiempo posible. Se separaron y Tristán se fue. Salió del parque y dejó atrás a su amigo más cercano. No volvió para mirarlo, pero se lo imaginó ahí, sentado en las gradas, cubriéndose el rostro con la camisa ya sea para que nadie lo viera llorar o para olvidarse del mundo mientras sentía la pérdida. O tal vez ni siquiera lloraba, tal vez solo se quedó ahí, mirando el punto blanco de la mitad de la cancha sin pensar nada pues no había pensamiento digno de la tristeza, y sin sentir nada pues tampoco había emoción que fuera digna de la profundidad de aquello que sentía. Una pequeña lágrima se aventuró sobre la mejilla de Tristán, pero la secó de inmediato con la manga rota de la camisa. Debía enfocarse en lo que vendría. No podía ser de otra manera.



Mens Iter


Había un sonido agudo y punzante que sonaba a lo lejos y se reflejaba en todos los objetos para inundar con su presencia hasta los rincones más perdidos entre las grietas de las paredes. Después de manifestarse con su esencia lúgubre descansaba unos segundos antes de volver a sonar y cuando lo volvía a hacer era exactamente el mismo que antes, pero sin duda alguna era uno diferente. Y ahí estaba, y otra vez, y otra, y otra. Era el sonido de una gota que después de una larga travesía a través de una tubería olvidada y escondida tras capas ladrillo y de cemento llegaba hasta el borde oxidado de un grifo para caer y chocar contra la húmeda y polvorienta cerámica.


Y era justo ese momento en el que la gota se reventaba por completo que el sonido de su explosión salía disparado en todas direcciones. Algunas partículas de él encontraban solo muros vestidos con baldosas color polvo, fragmentos de espejo rotos, restos de cerámica empotrada en esas baldosas y cualquier cantidad de tarros vacíos y elementos que el olvido había dejado desprovistos de nombre y cuya única utilidad era la de detener su paso y hacerlas regresar a su origen bajo la forma de un agónico eco condenado a dejar de existir. Pero una gran parte ellas, la más afortunada tal vez, lograba salir del cuarto medio embaldosado bien por la cerradura de una vieja puerta, por el espacio que la separaba del piso, por las bisagras que apenas eran capaces de seguir sujetándola o por cualquier fisura en ella que el tiempo se había encargado de regar, de alimentar y de hacer crecer con su infatigable obsesión de hacerlo todo desaparecer.


Al salir, esa parte del sonido llegaba a un cuarto cubierto por completo por una fina o tal vez gruesa sábana sedosa de diminutas motas de polvo. Volaba a través del suficiente aire que había como para llenar el vacío y a través de ese polvo, que incluso el más mínimo viento desplazaba de su reposo para hacerlo danzar sutilmente darle algo de movimiento a un lugar, en apariencia, abandonado. A veces decidía desviarse de su camino para bailar con las motas al menos por un segundo fragmentado, por un instante decimal, y crear poesías polvorientas en formas de espiral, único arte con movilidad que ahí se podía encontrar. Otras veces, se enredaba en las fibras sueltas de una tela que ya no lograba cubrir la espuma incrustada una estructura de madera roída que alguna vez debió actuar como el esqueleto de un sofá y que ahora no era más que el esqueleto de otro objeto sin nombre. Tras liberarse, llegaba hasta las paredes y las recorría en todas direcciones en busca de cualquier abertura, de cualquier grieta o de cualquier zona destruida, derrumbada para llegar a la siguiente habitación. Esta era silenciosa y parecida a lo que debe ser un ataúd enterrado metros incontables bajo tierra.


En ella empezaba su disputa con el primer silencio. Era el silencio de la ausencia de sonido. Este se paraba ante el sonido como una oveja ante un león y como en su naturaleza no existía la capacidad confrontar a su antagonista no era mucho lo que podía hacer frente al sonido de la gota que caía. Entonces un segundo silencio hacía presencia. Era el silencio que emanaba de las cosas abandonadas y sin nombre, que no podían hacer nada más que languidecer ante el tiempo susurrando a los aires un sonido asfixiado, oxidado, mudo que daba origen a un silencio prolongado a la eternidad de sus tediosas existencias. Este era un silencio que solo se encargaba de cubrir aquellos objetos para que el sonido de la gota que caía no los importunara y no los sacara de su tranquilo y languideciente estado vegetal. Con cuidado aquel sonido pasaba entre las nubes silenciosas que guardaban en su interior esos objetos desamparados, preocupado de no alterarlas para evitar problemas que pudieran poner en peligro su propia existencia. Pero había un tercer silencio que no comprendía muy bien. Era el silencio de algo imperturbable, algo presente pero que no existía a pesar de estar hecho de materia. Era el silencio de un vacío somnoliento y fatigado de estar vacío y de la búsqueda interminable de la plenitud que creía que solo podía encontrar al hallar otra presencia que pudiera esparcirse en su interior para llenarlo. Tenía la forma de una suave respiración proveniente de un cuerpo inmóvil y era alimentada no por el olvido del cuerpo en sí, sino por todo lo que este había olvidado al caer en el inmisericorde y apacible sueño de la desidia. Era el silencio de la desesperanza.


Y sin saber cómo enfrentar a ese silencio, el sonido de la gota que caía no hacía más que golpearlo y golpearlo para hacerlo desaparecer. Una y otra vez lo hacía con cada gota, con cada eco, con cada ligera vibración en el aire, pero era un silencio que lo ignoraba y lo minimizaba hasta tal punto de sembrar la duda de su propia existencia. Y fue cuando el sonido cuestionaba la futilidad de su ser que aquel silencio se llenó de pequeños otros sonidos que no pudieron extinguirlo y que se dedicaron entonces a acompañarlo. Eran los sonidos de un ser que despertaba con un suspiro alargado.


*


Una gota, y otra gota, y otra gota.


Tristán se esforzaba por no abrir los ojos. Se sentía plácido, como si su cuerpo recordara la sensación de estar en el vientre de su madre. Quería evitar salir al mundo, quería evitar la luz, era consciente de que ahí, afuera del sueño convertido en vientre, lo esperaría todo menos la calidez que sentía, la comodidad, la despreocupación absoluta. Pero el persistente sonido de una gota que caía lo sacó, poco a poco, de su confort hasta que lo obligó a levantar los párpados.


Al principio no se preguntó en dónde estaba. Solo se frotó los ojos, bostezó y se estiró. Sentía como si hubiera dormido más de lo acostumbrado y, a causa del cansancio producido por el exceso de sueño, volvió a cerrar los ojos a la espera de continuar con el sueño por el que había viajado al dormir.

No recordaba una línea de eventos coherentes, solo unos ojos celestes sobre un plano negro que observaban a la izquierda desde el punto de vista de Tristán y que luego, a medida que él se acercaba, fueron dirigiendo su mirada hacia la derecha; la sensación de un líquido espeso y grumoso resbalando por su espalda y del que emanaba un olor purulento y nauseabundo; una cadena atada a su pie que lo apresaba a una forma amorfa parecida a una densa nube de colores imperceptibles; y una taza de café que se abría por completo ante él y lo succionaba en su líquido amargo y negro.


Permaneció con los ojos cerrados un buen tiempo, pero el sonido de la gota que caía fue un obstáculo impenetrable que no le permitió volver a conciliar el sueño. Tuvo entonces que conformarse con los difusos recuerdos que le quedaban.

Se enderezó y observó un cuarto poco iluminado con ventanas en dos de sus paredes y una columna erguida casi en la mitad. Estiró la mano hacia una mesa de noche que estaba justo a su lado y con el más leve movimiento de su brazo la cama rechinó. No le dio importancia y permitió que su brazo siguiera su dirección preestablecida. Puso la mano sobre la mesa, pero no encontró lo que buscaba, en vez de eso, tocó un objeto metálico deformado. Lo tomó y vio que era una especie de bala aplanada cubierta de polvo y por una sustancia negra y seca. La dejó en la mesa y se levantó. Se dirigió a una de las ventanas y a través de ella vio que la nieve que caía era lo único que dibujada el horizonte. La abrió para tocar los copos y notó que estos no estaban fríos. Cerró la ventana y se dirigió a un muro para prender la luz. Esquivó cada uno de los objetos que estaban en el piso, pero alcanzó a tropezar con un zapato. Se detuvo y le dio una patada. Una nube de polvo se levantó y Tristán no pudo contener el estornudo. Cuando llegó hasta el muro presionó una y otra vez el interruptor, pero la leve oscuridad nunca dejó de ser para dar paso a la luz.


Se fundió el bombillo, pensó, y decidió salir de la habitación para ir al baño y tomar un poco de agua. Ya no aguantaba el sabor a café.

Caminó con la mirada baja hasta la puerta y tuvo dificultad para abrirla pues esta estaba torcida. Notó que solo la sostenía la bisagra superior, los tornillos que la ajustaban al marco estaban salidos casi por completo. Tristán tuvo que levantar la puerta y, al hacerlo, los tornillos cedieron por lo que tuvo que hacerse a un lado para que la puerta no le cayera encima. Al desplomarse en el piso, una gran nube de polvo se levantó de sus cimientos, pero a Tristán no le importó ni la saturación en su nariz ni la picazón en sus ojos y en su piel, solo observó la puerta un rato y salió de la habitación, todavía somnoliento.

Llegó a una sala oscura decorada por objetos sin nombre, el esqueleto enclenque de un sofá y un par de mesas endebles. Antes de atravesarla para llegar al baño, golpeó sutilmente una puerta que se encontraba en el muro de la izquierda. Al no recibir respuesta volvió a tocar infructuosamente. Pensó que su madre no estaba. Puso la mano sobre la manija y se dio cuenta de que no estaba cerrada con seguro. Siempre que su madre salía la aseguraba por temor a que alguien entrara a la casa para robar. Abrió la puerta y encontró un cuarto totalmente distinto al que, en su mente, era el de su madre. Era oscuro y estéril. Tenía una cama sencilla recostada contra una de las esquinas de la habitación con una mesa de noche al lado, una silla añeja asentada frente a una ventana y un extraño montículo cubierto por una sábana oscura justo al lado de la silla. Se acercó un poco y notó ligeros movimientos en ese montículo. Supo entonces que era su madre que limpiaba una mancha oscura en el piso.

—Mamá, ¿cuándo cambiaste las cosas de tu habitación? Me hubieras avisado, te habría ayudado.

Silencio.

—Se cayó la puerta de mi habitación.

Silencio.

Ante la imperturbabilidad de su madre salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí y llegó de nuevo a la sala. La cruzó haciendo caso omiso a las pequeñas partículas de polvo que danzaban en el aire y a los escombros que evidenciaban el deterioro de las paredes, y llegó hasta el baño, cuya puerta también cayó en el piso cuando intentó abrirla.


Al entrar, lo primero que advirtió fue el crujir que generaban sus pisadas sobre los cristales rotos de espejo. Los corrió un poco con los pies y abrió la llave para tomar agua. Sin embargo, lo que salió del grifo no fue el agua cristalina a la que estaba acostumbrado, sino un líquido espeso y marrón. Esperó un rato a que la suciedad saliera por completo de la tubería, pero ello no sucedió. Cerró entonces la llave más no pudo evitar el goteo. Apretó más la llave para extinguir el sonido de la gota que caía, pero por más fuerza que realizó en el acto, no pudo condenar al silencio eterno aquel sonido constante.

Una gota, y otra gota, y otra gota.


Levantó la mirada para verse en el espejo, pero notó que en el muro en frente de él no había espejo alguno. Recordó el crujir bajo sus pies y del piso recogió el pedazo de espejo más grande que encontró. Lo sostuvo en sus manos para mirarse en él.

Lo primero que vio fue que estaba todo cubierto de polvo. Dejó el pedazo de espejo en el lavamanos y con sus manos intentó quitarse todo el polvo que pudo. Al retomar el pedazo lo volvió a sostener en frente de él y vio sus ojos. Sus párpados medio caídos cubrían un poco la opacidad de su mirada y las ojeras purpúreas e hinchadas llamaban más la atención que las lagañas amontonadas en las comisuras de sus párpados. Cerró los ojos y pasó sus dedos sobre ellos para removerlas, pero lo único que logró fue esparcirlas por sus mejillas.

Inclinó un poco el pedazo de espejo para ver su nariz y su boca. Reparó que estaba más delgado que de costumbre pues su nariz se veía más prominente, sus mejillas más succionadas y sus pómulos más salidos. Sus labios estaban resecos y parecía como si solo con el rozar de los dedos se pudieran desprender todos los pellejos agrietados. Eso hizo, pero no se desprendieron, así que haló uno de los pellejos hasta arrancarlo. Vio una pequeña línea de sangre vertical en su labio inferior y se lo chupó para limpiarlo.

Entonces, miró su cabello, gris, sucio y enmarañado y pensó que necesitaba un corte. Pasó una de sus manos entre él y se dio cuenta de que el costado derecho de su cabeza estaba mojado. Puso el espejo de tal manera que pudiera observar mejor aquel costado, pero tuvo que tomar otro pedazo para lograrlo. Acomodó los dos fragmentos en una de sus manos y pasó los dedos de otra, de nuevo, sobre lo mojado, aunque poniendo, esta vez, más atención a su cuero cabelludo. Entonces, advirtió que había una protuberancia pequeña en cuyo interior había un hoyo. Acomodó los pedazos de espejo para ver mejor y, en efecto, vio ahí el hoyo.

Una gota.

Su corazón empezó a palpitar con fuerza.

Metió uno de sus dedos por el hoyo y, a pesar de no sentir dolor alguno, quedó aterrado.

Otra gota.

Como si quisiera desprenderse de cada una de las venas y arterias que usaba para alimentar los órganos y que lo sostenían.

Sintió la sangre que salía por el hoyo y entre mayor era el terror, más caudalosa se volvía aquella línea.

Y otra.

Como si quisiera triturar los pulmones que lo habían acompañado y aguantado sus golpes por tanto tiempo.

Dejó caer uno de los pedazos de espejo y el otro lo sostuvo, de nuevo al frente de su rostro. Sus ojos empezaron a hundirse y el cuerpo vítreo a desaparecer.

Y otra.

Y romper la caja torácica que lo había protegido de los golpes externos.

Su nariz se carcomía a sí misma, sus labios se pulverizaban y toda su piel tomaba un tono oscuro y una consistencia acuosa.

Y otra.

Pulverizarla por completo para salir rápido de ahí.

Sus mejillas se desprendían poco a poco hasta dejar entrever sus dientes ennegrecidos y delgadas líneas de nervios que unían su mandíbula a sus pómulos.

Y otra.

Y alejarse por completo de ese maldito cuerpo.

Agarró con fuerza el pedazo de espejo hasta sentir cómo los bordes cortopunzantes penetraban la carne de las yemas de sus dedos.

Otra.

De ese tóxico cuerpo.

Hasta que lo rompió en dos y dejó de ver la fiel imagen de su cadáver.


Soltó, asustado, los fragmentos sobre el lavamanos. Los miró fijamente e intentó controlar sus respiros. Luego observó sus manos ensangrentadas y pasó el dorso de estas por su rostro. La resequedad de su piel no soportaba la veracidad de la imagen que acaba de ver. Una gota cayó sobre uno de los pedazos de espejo y cerró la llave con toda la fuerza que le permitió el temblor de su mano. Esta vez no volvieron a caer más gotas. No quitó en ningún momento la vista de los pedazos, hasta que decidió voltear uno de ellos.


Salió despavorido del baño. Caminaba frenéticamente por la sala mientras se golpeaba la cabeza con las manos como si aquel acto fuera suficiente para enviar al olvido la imagen que volvió a ver. Entre golpe y golpe vio la puerta de la habitación de su madre y se dirigió a ella. No había nada como el confort del amor maternal y mientras abría la puerta se sorprendió a sí mismo por aquel pensamiento. Recordó la última vez que su madre había cruzado por su mente y la sensación de hastío que usó como pretexto para no tener que ir a verla y, sin embargo, ahí estaba, añorándola, como si su existencia, ahora, fuera el resultado de una parte de su vida que había olvidado por completo.


Al entrar, vio el mismo cuarto en el que su madre limpiaba algo en el piso, pero se dio cuenta de que esa sensación de extrañeza que sintió antes cuando ya había entrado ahí, no provenía de una redecoración hecha por su madre, sino de que esa, de hecho, no era la habitación de ella. En la silla que daba a una ventana había una persona dormida. Pensó, entonces que ahí estaba. La llamó con timidez sin obtener respuesta a cambio. Entonces, volvió a escuchar el sonido de la gota que caía y, como si este fuera una premonición de tragedias, temió que, tal vez, ella no respirara o que, tal vez, no fuera su madre. Se acercó con sigilo mientras observaba cada rincón de la habitación. Las esquinas de las paredes estaban decoradas por telarañas deshilachadas y todo estaba cubierto por polvo. Cuando pudo vislumbrar parte del rostro de la persona supo que esa no era su madre y cuando la vio de frente sus pálpitos se aceleraron y el temblor de sus manos contagió a sus rodillas y a su garganta. No hacía falta correr los cabellos del rostro del para saber quién era. Conocía la camisa que tenía puesta. Tristán podía usarla una semana entera sin lavarla. Conocía el pantalón, lo había comprado en una tienda de reventa, y también los zapatos, estaban sucios, la tela rota y la suela suelta. Eran los que usaba para jugar fútbol, para ir a la universidad, para las reuniones familiares y los eventos de gala. Conocía también esa silla, solía reflexionar en ella acerca del pasado, el presente y el futuro y cómo cada uno de los tres era insignificante e inocuo para comprender la experiencia humana. Miró a su alrededor de nuevo y no pudo dejar de sentir lo familiar que se le hacía ese lugar. Entonces volvió la mirada al durmiente. Ambos brazos caían por los costados de la silla y la cabeza estaba inclinada hacia la izquierda. El rostro estaba cubierto de sangre y por su brazo izquierdo se veían varios caminos del mismo líquido que se cruzaban entre sí y se desviaban para luego volverse a cruzar y terminar unidos al llegar al dedo índice, del que caían gotas y alimentaban un charco oscuro en el piso. En el índice de la otra mano se había quedado enredado un revólver.


Tristán se alejó sin apartar la vista hasta que su espalda se topó con la ventana. La gota caía y volvía a caer de aquel dedo índice y Tristán no hacía más que frotarse los ojos para salir de la pesadilla en la que estaba y, cuando se dio cuenta de que ahora esa era su realidad, intentó comprender el porqué de la imagen que tenía enfrente. Se esforzó por recordar lo que había hecho el día anterior, pero había un gran hueco negro en su memoria. En ella solo estaban Simón y unas latas de cerveza. Simón se veía afligido y recordó haberlo abrazado. Y luego nada, nada hasta el amanecer del día siguiente. Estaba sentado en una silla frente a una ventana y veía cómo el negro azulado de la noche se aclaraba y se convertía en un manto teñido de colores rojizos y amarillentos con algunas nubes que, por el contraste, se veían oscuras. Había algo en su mano derecha, algo pesado y metálico, y temió que fuera el arma que ahora estaba viendo. Cuando sus ojos recibieron el brillo de la luz solo hubo un plano negro, completamente negro y, a lo lejos, el sonido de un disparo. Entonces lo supo, lo comprendió por completo.


Recordó que se había suicidado.


Era un hecho. La persona que veía al frente era él mismo un rato después de que una bala disparada por su propia mano hubiera hecho añicos su cráneo y revuelto su encéfalo. Pedazos de su cerebro estaban desperdigados en el piso y la columna al lado de la silla estaba pintada por sangre escurrida a medio secar.


Y, sin embargo, la perturbación que sentía no provenía solo del hecho de saber que ahora estaba muerto y de que frente a él veía la viva imagen de su cuerpo sin vida, también se originaba en aquella extraña sensación que arañaba las paredes interiores de su subconsciente y que le hacía sentir que estaba experimentando la repetición de algo que ya había visto antes. Sí, ya se había visto antes, muerto, en esa silla. Sí, había pasos retumbantes que se acercaban a su estudio. Sí, mientras él observaba su cuerpo alguien intentaba entrar en su pequeño apartamento. Cerró los ojos y se dejó llevar por los recuerdos.


*


El cuarto está iluminado, no hay ni telarañas, ni polvo, pero sí un turbio olor a hierro en el aire. Las llaves se agitan con frenesí y vuelven a caer al piso. Escuchas maldecir a alguien al otro lado de la puerta y empiezan a sonar golpes tan fuertes que pareciera que intentaran derribarla. Pero a ti no te importa, tú sólo te miras ti mismo. El espejo nunca había podido develar en tu rostro tal tranquilidad y piensas que al fin lo lograste. Otro golpe. Pero si lo lograste ¿por qué estás ahí, viéndote a ti mismo a través del filtro de la muerte? No lo sabes, lo ignoras por completo. Otro golpe y madera crujiendo. “¡Ya casi!” se oye tras la puerta. Miras tus propias manos y las pasas por tu cuerpo, no por el del cadáver sino por el tuyo y te sientes. La tela de tu ropa es rugosa, sientes los vellos de tus brazos y la calidez de tu piel. Otro golpe seguido de un gruñido. En tu rostro nada ha cambiado, ahí están tu nariz y tus ojos, e incluso tu cabeza está seca, sin orificio alguno, y empiezas a pensar que no, que no eres la persona de la silla, que estás en medio de un lapsus mental y solo eres el primer desconocido en entrar al estudio después del disparo. Miras la puerta, que tiembla con cada golpe. Está muy bien hecha, la madera es gruesa y maciza, la empotraron a la perfección en la pared, de no ser así no aguantaría tantos golpes y tendría mayor sentido que estés a este lado de la puerta y no del otro, ayudando a derribarla. Otro golpe. No, no eres un desconocido, eres la persona que está muerta en la silla. La puerta cruje y los invasores se avientan dentro del estudio. Algunos no son capaces de mirar, otros no logran apartar la vista. Incluso notas a alguien que sonríe con nerviosismo. Los mira a todos y a cada uno. Los reconoces, son tus vecinos. Hay uno que llama por el móvil. A una ambulancia, seguro, a una ambulancia. Hay otro que toma fotos. Y nadie te ve, nadie te determina, solo miran tu cadáver, pero no a ti.


Sales de tu estudio, dejándolos a ellos, atontados, con tu muerte. Pero no llegas al corredor, sino a una habitación de hospital. Te preguntas qué es lo que sucede e ignoras que así funcionan los recuerdos cuando la memoria es un caos. Son desordenados, se acomodan unos encima de otros, se modifican, se combinan, se retuercen y hacen que tengas una imagen completamente distorsionada de tu pasado, una imagen que no es tu pasado, pero debes conformarte con que lo sea pues no tienes de otra. Te golpeas la cabeza para regresar al anterior recuerdo, pero no lo logras. Así que te resignas y contemplas. Ahí está tu padre que se levanta de la cama y te observa. ¿Cómo? ¿Cómo puede verte si moriste hace meses? ¿Moriste hace meses y no cuando te despertó el sonido de la gota que caía? Sí, así fue, ahora los sabes. Te pegaste un tiro y deambulaste mucho tiempo antes de despertar a causa de la gota. Ahora no lo entiendes, pero lo harás. Tu padre te mira, se arranca las agujas que lo conectan a máquinas hospitalarias y empieza a acercarse a ti. Cierras los ojos aterrados y sales de la habitación. Ahora estás en una tienda, es un Café. Tienes la sensación de que ya estuviste ahí antes, el día de tu muerte. Hay más personas sentadas y en el recuerdo sabes que son como tú, también decidieron abandonar la vida. Ves el escote de una mujer vestida de rojo hasta que la voz de una anciana te llama. Cuando volteas hay personas vestidas de negro que vienen y que van. Caminas entre ellas, pasas por el lado de tus amigos. Piensas en Simón cuando te brindó la última cerveza. No la aceptaste. Caminas por el lado de tu desconsolada madre y escuchas a alguien cepillando el piso. Lo escuchas tan claro, tan preciso, como si tu oreja fuera ese piso, pero no hay nadie haciendo limpieza. Ves, de nuevo, a tu padre. Viste de negro y fuma un cigarro. Sientes repulsión, falta mucho para que llegues al cuarto del hospital. Alguien sigue raspando el piso, esta vez con más fuerza. También están los padres de alguien a quien conoces. Recuerda a esa persona, recuérdala. No lo logras, no sabes quién es, pero sí sabes que no hay razón para que ellos estén ahí y, sin embargo, lo están. Ahora raspan el piso como si quisieran desgarrar cada una de sus fibras. Te acercas a un ataúd, ahí estás tú, sí, de nuevo tú, pero no reparas mucho en ti pues te quedas observando un segundo ataúd. Sientes terror, pero no sabes por qué, solo recuerdas haberlo sentido. La sangre se te sube a la cabeza. Sabes que en ese momento te acercaste al ataúd para mirar en su interior, pero ahora, en tu recuerdo, no quieres hacerlo, quieres evitarlo. Sientes dolor, pero no conoces el motivo. La realidad de ese momento te obliga a mover tus pies, a acercarte, pero cierras los ojos con fuerza mientras que el sonido del piso raspado y el de la gota se combinan y taladran tu cabeza. Los cierras con más fuerza y cuentas hasta diez, no, hasta cinco, no, hasta cien. Ya solo hay silencio. Abres los ojos, estás en el café de antes. A unos metros está la mujer del escote. Conoces su historia, aunque no la recuerdas. Es triste, al igual que es triste la de las otras cuatro personas en el local. Al frente tuyo hay una anciana que sonríe con comprensión y pone un café ante ti. Estás tranquilo y expectante. Sabes que al tomarlo podrás iniciar tu camino, ese que te llevará hacia… Recuérdalo, recuérdalo. Todo se pone negro y te despierta el sonido de una gota que cae sin cesar. Nada más hay en tu memoria.



Ut praeterita


Después de verse con Simón, Tristán solo recordaba llegar a un lugar que nunca había visto antes pese a estar en uno de sus caminos habituales. Se llamaba Café el Despertar. La lluvia torrencial lo obligó a entrar. Aunque moriría no quería padecer la inclemencia del clima.


El lugar era sencillo. Había unas cuantas mesas de madera pegadas contra las ventanas y algunos clientes estaban en ellas, solos. Contra la pared que quedaba en frente de la entrada había una barra sencilla con algunas butacas para los comensales. Solo una estaba ocupada. Una señora, aparentemente de una edad algo avanzada, limpiaba la barra con un trapo viejo y sucio y, cuando percibió a su nuevo cliente sonrió, lo invitó a seguir con la mirada y con la mano señaló una de las butacas. Tristán fue directo a la butaca señalada y se sentó.

—¿Qué se le ofrece a estas horas de la noche joven?

La voz de la señora era desgastada y amable como las de aquellas que toda su vida han tenido que dar la bienvenida con una sonrisa falsa dibujada en el rostro. Pero la de ella no se veía falsa.

—No sé—dijo Tristán con un tono casi imperceptible—, solo quería escaparme de la lluvia.

—Parece que no lo lograste a tiempo—continuó la señora mientras que tras la barra tomaba un trapo limpio y se lo brindaba a Tristán para que se secara un poco la cara.

—Muchas gracias— dijo Tristán después de mirar el trapo por unos segundos y de tomarlo.

—Con mucho gusto. Ahora, no puedes entrar en un café sin pretender tomarte nada.

La señora hablaba de forma amigable por lo que Tristán no sintió que lo estuviera echando. Era claro que ese lugar no era como los demás en los que prefieren que la gente se arriesgue a una posible gripe en vez de brindar un techo y calor por un motivo puramente altruista. Por eso, en vez de levantarse e irse de mala gana, Tristán se revisó los bolsillos. Solo había unos cigarrillos y un encendedor.

—Lo siento, no tengo dinero.

—Oh, no importa. Ya te estoy preparando café. Me lo puedes pagar cuando regreses.

—¿Cuándo regrese? — preguntó Tristán confundido.

—Sí, cuando regreses.


Tristán quedó en silencio. La anciana le dio el café y cruzó una puerta que quedaba tras la barra, perdiéndose, así, de la vista de Tristán. Él se quedó mirando el humo que salía de la taza. Hacía frío. Puso las manos en la taza para calentarlas un poco y bebió. Ya tenía azúcar. Miró a su alrededor. A unas dos bancas había un hombre vestido con una camisa gris que fumaba. Su mirada estaba perdida en alguna de las botellas de ron que había al frente. A sus espaldas había una mujer vestida de rojo que tenía, sobre la mesa, un café caliente. Sus labios eran del mismo color de su traje, aunque el brillo que había en ellos añadía seducción al color, pero esta quedaba neutralizada por el maquillaje diluido de sus ojos hasta la parte baja de sus mejillas. La mirada de ella estaba fija en las formas aleatorias del humo proveniente de la tasa. Tenía un escote llamativo no solo por el contraste entre la piel blanca y el color de su vestido, sino puesto que en él se formaba un camino llamativo. Tristán prefirió apartar la mirada en vez de preguntarse qué misterios podría encontrar en la travesía carnal por esa senda en “y” curvada. En otra mesa había un hombre de corbata y con el cabello bien peinado. Parecía ser alguien importante, pero parecía estar preocupado. Sudaba y recostaba el mentón sobre sus manos entrelazadas como si estuviera intentando encontrar la solución a un problema indescifrable. Sobre la mesa tenía un pequeño vaso con hielo y licor. Parecía whisky. Ninguno de ellos aparentaba tener una vida normal, pero Tristán se conformó al pensar que cualquier persona que estuviera en un café a esas horas de la noche no debía de tenerla. Volvió la vista a la mujer de rojo y no la apartó hasta que escuchó la voz de la anciana. Tristán ni siquiera escuchó lo que le dijo.


La anciana observó con una desolada tristeza a las tres personas que ya estaban ahí antes de Tristán, pero sonrió cuando notó que la taza en frente de su último cliente estaba vacía. La retiró y se quedó mirando a Tristán como si él tuviera algo que decirle. Ante el silencio, tomó su mano y le dijo:

—Cuando lo hagas intenta olvidarte de inmediato del mundo.

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