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El Espejo



Enfrente tuyo ves a algo o alguien que no reconoces. Sus ojos brillan, expectantes, y te observan. Le sonríes y te sonríe, pero cuando levantas el brazo para alcanzar a esa persona te topas con una superficie fría y tu mano se desliza por ella. No la comprendes. Intentas sujetarla, pero parece clavada a una pared. La golpeas con la palma de tu mano y la otra persona hace lo mismo. Quieres llegar hasta ella y ella quiere llegar hasta ti, pero ninguna de las dos logra romper el cristal. Te frustras, pero la otra persona no parece querer irse, eso te apacigua, y puesto que todavía eres muy volátil y tienes cambios de ánimo bastante extremos, empiezas a reírte y la otra persona también lo hace, eso te causa más risa y a ella también hasta que te da hambre. Es ahí cuando lloras al igual que ella. Entonces la vez reír mientras ríes, llorar mientras llorar, contemplar mientras contemplas, y cuando la consciencia del cambio empieza a surgir, te das cuenta de que esa persona ya no tiene las mejillas tan redondas como antes, los cabellos se le han alargado y los ojos, que han mantenido el brillo, parecen haberse achicado en ese rostro más grande. Entonces tocas la punta de tu nariz con el dedo índice y, simultáneamente, la otra persona hace lo mismo. Te jalas con suavidad un cabello ella te remeda. Cierras el ojo derecho y ella cierra su izquierdo, abres grande la boca y te recibe la visión de un gran agujero con piso de lengua. Entonces cierras la boca, miras fijamente y te das cuenta de que esa otra persona, la que siempre observaste y que te acompañó desde el primer momento, eres tú que miras a un espejo.


Tus ojos pierden algo de su brillo pues ahora que has adquirido cierta autoconsciencia te has vuelto más pendiente de tus carencias y te parece injusto que lo más importante en el mundo no seas tú. Tienes el ego elevado y ahora sueles hacer pataletas que no detienes hasta conseguir lo que quieres. Sonríes ante el espejo cuando mojas tus labios con la paleta y cuando observas el reflejo de tu propia felicidad al presentarle al cristal tu juguete nuevo. Pero te ves llorar cuando las exigencias no son satisfechas. Arrugas la frente y sacas el labio inferior mientras estiras los cachetes. Tus ojos, aún brillantes, se ven enrojecidos por el llanto y empiezas a comprender que no todo lo que desees lo vas a conseguir. Te parece injusto y te sientes como una víctima del mundo y de tus egoístas padres, quienes pasan de ser tus grandes héroes a los peores de tus enemigos, y te surge el deseo de llegar pronto a la adultez para poder tener todo lo que anhelas. Pero tendrás que esperar hasta que comprendas las transacciones para advertir que para tener algo necesitas dinero y que solo tus progenitores te lo podrán dar, y cuando empiezas a entenderlo decides que no, que ellos ya no son tus peores enemigos. Tu rostro se ha vuelto más delgado, has ganado estatura y el brillo ha menguado un poco ante los nuevos conocimientos del mundo.


Te miras y te reconoces en el espejo, pero ahora sabes que en el mundo no eres solo tú, pues vives en una comunidad y has comenzado a comportarte de acuerdo con sus normas. Sabes que, si las violas, te impondrán un castigo, pero, si miras bien en el espejo, puedes ver que hay algo que te incomoda de ello, algo con lo que no estás de acuerdo y que quiere impedirte que seas todo lo que la sociedad espera de ti. Entonces decides tener el mismo peinado de los héroes que has visto en televisión, y ya no te gustan las ropas que te pone tu madre. Quieres cambiarlas y vestirte como los personajes de la tele. Empiezas a discutir con tu padre solo por llevarle la contraria y te ganas muchos de esos castigos que antes evitabas. Ves que en el espejo tus ojos comienzan a verse diferentes de los de los demás y es porque tu propia identidad empieza a florecer. Te imaginas de cierta manera y tomas de mala gana todo lo que hace que te veas diferente. Empiezas a alejarte cada vez del espejo para tener un panorama general de la persona en la que te estás convirtiendo. Te observas con una ropa, luego con otra, con un peinado, luego con otro, con una emoción y luego con otra, y en esa búsqueda de tu ser más deseado, te quitas toda la ropa para observarte sin ella de cuerpo completo. Miras tus brazos, tu pecho, tus piernas, tu sexo. Lo estás descubriendo y a medida que decides lo te gusta de él y todo lo que cambiarías, pasas tus manos por la entrepierna y descubres que ese es el punto de mayor placer. Pero eso no se lo cuentas a nadie, porque siempre todos están vestidos y nadie se toca ahí ni habla de ello. Te llenas de inseguridad que alimentas con los defectos que ves en tu cuerpo y con el apenas naciente deseo de conocer el cuerpo más prohibido: el del sexo opuesto.


El espejo te revela con pesar. Tus ojos se han opacado. Crees que nadie se fija en ti y las razones las encuentras a través del cristal que te observa. Tu nariz se ha alargado, tus orejas se ven demasiado, tu peinado no es llamativo, tus brazos son muy anchos, tu abdomen no es plano, tus cejas muy pobladas, tus labios muy delgados, tus dientes no son rectos y notas uno que otro grano. Te convences de que los únicos ojos que se posan en ti son los tuyos, pues los de los demás prefieren posarse en otras personas. Y lo entiendes, les das la razón pues esta te la da el espejo. Has dejado de ver la sonrisa en tu reflejo y la vida se ha tornado gris. Entonces gritas. Gritas contra tus amigos y amigas, pues todos ellos y ellas parecen tener mucha más suerte de la que te fue otorgada. Gritas contra tu madre y tu padre, pues, aunque deberían apoyarte, ellos no comprenden por lo que estás pasando incluso si también pasaron por la misma etapa algunas décadas en el pasado. Gritas contra tu entorno por intentar moldearte de tal manera que pareciese que solo tus defectos sobresalen. Y gritas contra el espejo, pues ahora sabes que la culpa no es de tus amigos y amigas, tampoco de tu padre y tu madre, y menos de tu entorno, pues la culpa es solo tuya.


Pero cuando menos lo esperas llega algo que mueve los cimientos en los que sembraste el pesimismo y que azotaron tu autoestima, pues a pesar de tus brazos anchos, de tus sobresalientes orejas, de tu alargada nariz y tus delgados labios, alguien sí te mira y no es tu reflejo. Y han salido, se han besado y sientes por primera vez el enamoramiento. Tus ojos se ven llenos de ilusión en el espejo y más grande que el brillo que han recuperado es tu sonrisa. No te importa ver esos dientes poco rectos, pues si sonríes es por esa persona especial que llegó a tu vida y todo lo que ella te provoca merece ganar un espacio en el cristal. Entonces te imaginas con más años de vida en tu espalda, feliz y alegre de la mano de esa persona, llegando a la casa que compraron con el dinero que todavía no tienes y no sabes cómo conseguirás, y con hijos de quienes ya te imaginas los nombres aún a falta de años para que nazcan si es que lo hacen. Y tu tiempo se llena de alegría, de confianza aunque, también, de la leve preocupación del qué dirán tu padre y tu madre. Él piensa que estás muy joven para eso, y ella te da consejos acerca de los cuidados que debes tener y los acentúa cuando nota que, ya menos joven, probaste el elixir de un cuerpo ajeno. Nada te prohíben. Si supieras lo que pasa después, desearías que ahí se acabara todo, que el tiempo dejara de correr en ese, el mejor momento de tu vida.


Pero el tiempo sigue, y así como la vida empieza y termina, también lo hacen las relaciones a pesar de que el sentimiento permanezca. Al mirarte en el espejo recuerdas hace muchos años cuando veías los pucheros en tu reflejo. Piensas en las lágrimas gastadas innecesariamente en ese entonces, pues el verdadero motivo para llorar ahora sí lo tienes y es el desamor. Y lloras junto a tu reflejo con tantas o más ganas que hace unos años, mientras que todo se derrumba a tus pies. Sientes que no quieres continuar, que no quieres seguir, pero la inercia de vivir te levanta de nuevo para que vuelvas a caer una y otra vez.


Pronto aprendes que el fin del mundo no se ve implicado en el fin de un amor, y sigues adelante, con la mirada más seria en tu reflejo, y nuevas definiciones encontradas después de las pérdidas. Esos nuevos significados te ayudan a comprender mejor el mundo y a tu ser. Vuelves a tener relaciones, vuelves a perderlas ya sea por culpa tuya o por culpa ajena, vuelves a llorar ante el espejo, pero cada vez que lo haces aumenta la belleza que ves en cada lágrima. Y las sonrisas también vuelven a llegar, ya que las amistades se fortalecen y encuentras pasiones que te retan y te satisfacen. Ya casi alcanzas la edad que quisiste tener hace un tiempo cuando creíste que la adultez llegaría con el beneficio de conseguir todo lo que anhelas y te asustas debido a que ahora que comprendes mejor las transacciones te has vuelto consciente de que nada te llegará regalado y de que si quieres conseguir lo que deseas debes prepararte para lograrlo.


Ahí es cuando te paras firme frente al espejo, golpeas tus mejillas con las palmas de tus manos y te alistas, pues has decidido salir en conquista de tu propia vida. Los libros empiezan a acumularse bajo el espejo junto con las copas que empezaste a beber al perder al primer y, tal vez, más puro amor. Pero ya no las tomas por tristeza, sino puesto que en ellas has encontrado una puerta a la diversión. Haces algunos pasos frente al espejo y luego los practicas en fiestas clandestinas a las que llegas luego de escapar por la ventana de tu habitación. Sigues practicando esos pasos ante tu reflejo, luego conversaciones e incluso besas el cristal para mejorar los movimientos de tus besos y de tu lengua. Alimentas ello con las historias que ves, que lees, que te cuentan, y al mismo tiempo, tus conocimientos intelectuales se agrandan y comienzas a discriminar aquellos que te gustan y que quieres te sigan acompañando de aquellos que prefieres desechar. Lo mismo haces con tus amigos, tus amigas, tus parejas, pues te das cuenta de que muchas son las personas que restaran en tu vida.


Tu rostro ha cobrado madurez y ha empezado a moldearse con el resultado de tus decisiones selectivas. No queda gran cosa de esos ojos brillantes ni de esas mejillas redondas, pero te gusta como te ves con la toga y el birrete. Una etapa ha concluido y empieza una nueva. Te invaden el miedo y la espectativa y sabes que tu vida dará un cambio rotundo. Es hora, crees, de dedicarte a lo que realmente te gusta y a pesar del dolor que te provoca alejarte de tu familia y de tus amigos, decides soportarlo para dejar de vivir la vida de ellos y empezar a vivir la tuya.


Ante el cristal intercalas la imagen de tu rostro preparado para adquirir conocimiento y la de tu rostro listo para una noche de fiesta, pues decidiste que el camino a la consecución de tus metas no exterminará la idea de disfrutar de los pequeños momentos de tu vida. Entonces aprendes del mundo y de su gente mientras bailas, ríes, bebes y cojes. En el entre tiempo pasas tiempo con tus padres. Pero cuando notas que el dinero empieza a escasear te enfrentas ante la decisión de sacrificar algo valioso. Entonces, dejas a un lado el tiempo en familia para dedicárselo a un empleo que te de las ganancias suficientes para aprender del mundo, para bailar, reír, tomar, copular, darte gustos y para dejar un resguardo al futuro.


Y mientras que te sigues formando como persona empiezas a ver en tu reflejo no a una copia de tus personajes favoritos, ni al resultado de la influencia de tus amigos. Tampoco vuelves a ver la imagen de la persona en la que tu madre quería que te convirtieras y tampoco en la que tu padre evitaba ver en ti. Pues ves que tu reflejo cobra matices nuevos y te representa a ti, y solamente a ti. Tu identidad se llena también de nuevas teorías o de teorías viejas que acabas de conocer y encuentras en ellas explicaciones del mundo que van acorde a tus valores y placeres. Lees varias de estas teorías frente al espejo y esperas ver su reacción para aceptarlas y hacerlas parte de tus definiciones o para desecharlas. Y cuanto más lees, más ahondas en tu ser hasta que piensas que lo tienes controlado y que ya el mundo no te podrá dar ninguna nueva y desagradable sorpresa. Pero es ahí cuando llega la muerte y reparas en que nada te preparó para ello. El espejo se vuelve el testigo de tu llanto mientras sujetas la foto de tu padre tomada en algún momento de felicidad. Te ves de negro a la espera de que el cristal te otorgue las palabras que dirás en el funeral, pero por más que esperas no hay nada, solo el temor de que pronto sea la hora de tu madre y la angustia de la finitud de tu propia vida. Hasta ahora te creías inmortal, pero en el espejo ves la visión de tu carne descompuesta y, aunque no sea real en tu presente, eres consciente de que es la única verdad que depara tu futuro.


Esa nueva sombra se posa en tu mirada y aunque te hayas adaptado a la pérdida de un ser querido, no sabes cómo hacerlo al pensamiento de un mundo sin ti, así que evitas pensar en ello y te concentras en todo lo que envía tu mortalidad al inconsciente. Así que te reintegras en los estudios, en las fiestas, en tu empleo y en las charlas con amigos. Pero esa sombra ha dejado un vacío y empiezas a sentir la necesidad de soportarlo con la compañía de alguien más, pues en el fondo no quieres soportar la muerte en soledad aunque no lo hayas podido todavía verbalizar. Y después de varias citas, algunas rotundos fracasos y otras que te han generado terror, y luego de la frustración, crees que has encontrado a la persona que mejor se ajusta a tus expectativas, te das una oportunidad con ella y, luego de un tiempo, ves que la mirada de tu reflejo es la de una persona preparada para entregar el corazón. Y vuelves a sonreír ante el espejo y es una sonrisa plena y llena de ilusión.


Le entregas tu cuerpo y tu pareja te entrega el suyo y ahí, frente al espejo, al ver cómo las partes de sus cuerpos encajan y se diluyen en uno solo entiendes que hacer el amor no es solo la búsqueda del placer con una persona amada, sino un acto de creación y de ahí el uso del verbo hacer. Se trata de crear no solo besos y caricias, sino experiencias nunca antes vividas para ninguno de los dos y que queden plantadas en los recuerdos para que florezcan y den como semillas otras nuevas sensaciones nunca antes concebidas. Piensas en tu primer amor, y ahora sabes que ese no era más que un juego de niños que querían vivir algo nunca antes experimentado mientras que el de ahora es un juego de jóvenes que quieren encontrar alivio, apoyo y deseo frente a un mundo lleno de pérdidas. Hacer el amor, construirlo, es armar una burbuja que te proteja a ti y a tu pareja tanto del mundo como de sí mismos. Y te haces a esa idea hasta que vez un punto negro en el espejo. Al principio es pequeño, pero se agranda a medida que el párpado de tus ojos cae en reflexiones y empiezas a dudar.


Es hora de que empieces a laborar en aquello para lo que siempre te preparaste y adviertes que el amor debe pasar de ser una luna de miel a una negociación en la que tanto tú como la otra persona tendrán que hacer sacrificios si quieren continuar, pues tu mundo no es su mundo, tu vida no es su vida, el muro de la individualidad se planta entre ustedes y deben decidir qué tanto de esa individualidad dejarán de lado para seguir construyendo el amor, esta vez bajo la forma de un proyecto en conjunto. Te muerdes las uñas ante el cristal mientras intentas descifrar si vivirás tu propia vida o vivirás una vida de ambos y en ese momento te das cuenta de que el poder de tomar decisiones no es solo libertad, también es una condena.


Y es ahí cuando vuelves a soportar la pérdida y el único consuelo que tienes es el reflejo que te observa. Él sabe por lo que pasas, te entiende por completo, llora cuando lloras, ríe cuando ríes y, de no ser por el cristal, sería quien te abrazaría con la fuerza exacta y por el tiempo necesario. Pero hay un cristal de por medio y debes conformarte con el consuelo de sus ojos.


Sigues adelante, no hay de otra, y la sombra se agranda en tu interior y se proyecta en tu mirada hasta que te hace dudar de tus propias metas.


Has vivido lo suficiente para que tu vida se haya llenado de pérdidas, de ganancias, de aprendizajes, y el vacío que se agranda en tu interio no logras llenarlo con fiestas, ni con amistades, ni con conocimientos y tampoco con nuevos amores. A pesar de tus intentos de llenarlo, el vacío permanece hasta que en tu reflejo solo ves un hoyo negro.


Te dejas consumir por él aunque haces el esfuerzo de que nadie lo note. Para ello lo maquillas con sonrisas y simulas interés por lo que ya no te importa. Si no supieras a quién pertenece la imagen que te devela el espejo caerías en el engaño de aquella superflua felicidad y te produce satisfacción la certeza de que nadie podrá notar atisbo alguno de aquel hoyo. Y aunque observes la inautenticidad emanar por cada poro de tu rostro evitas lanzar el golpe y desmenuzar en mil pedazos aquel reflejo, pues sabes que si rompes el espejo no habrá más mañanas y el futuro es algo que no quieres negociar con el fracaso que sientes ahora mismo.


Y continuas, porque no hay de otra, continuas frente al espejo notando los cambios, las mentiras y las verdades que, poco a poco, van resquebrajando el maquillaje con el que cubriste tu rostro y, sin darte cuenta de lo inutil de tu solución, pierdes tu empleo, pierdes a tus amigos y amigas, te has alejado de tu madre tan solo para no decepcionarla y sientes, por primera vez desde que reconociste tu reflejo, la completa soledad. Te has dejado llevar por el hoyo negro y tu reflejo se desnavece poco a poco hasta que lo único que vez es un plano negro.


Y pasan horas o tal vez días, o meses, incluso años o tan solo segundos cuando vuelves a verte en el espejo. Tus cabellos están largos y desordenados, tus ojos caidos y opacos, tus ojeras profundas y llamativas, tus mejillas chupadas y tus labios resquebrajados. No queda nada de quien eras, pero al fin vuelves a verte. Dejaste de existir por un tiempo que deseas olvidar por completo y si hasta ahora vuelves al espejo es porque no querías ver los efectos de tu gran caída en el cuerpo. Porque caíste, es verdad, en una oscuridad que jamás habías conocido y ni siquiera vislumbrado, pero al fin te levantaste y decides seguir adelante.


Poco a poco vas recuperando la sonrisa y tu piel se renueva junto a los nuevos aires que decides darle a tu vida. Los amigos regresan de a pocos, vuelves a conseguir un empleo y decides comprometerte con una nueva persona. Ya no sientes el romance de hace unos años pero más que pasión ahora lo que necesitas es estabilidad y a una persona que no te vaya a dejar caer al lugar del que acabas de regresar. Redefines lo que es el amor y realizas que amar nunca se trató de desvivirse por alguien con el fin de crear experiencias de carácter atemporal hasta el día de la muerte, sino de construir una vida que haga que tu relación con el mundo sea mucho más amena y hasta deseable. Ya no te importa que esos vacíos que ves en tu reflejo no sean llenados por tu pareja, pues has entendido que esa no es su responsabilidad, sino la tuya. Tus vacíos te pertenecen al igual que tus alegrías y la oscuridad te hizo comprender que ansiar llegar a la plenitud completa es como querer que aquel espejo se vuelva un retrato pintado por un artista que exagera la belleza para que no le quites la cabeza. Eres el resultado de tus carencias, de tus ganancias y de todo lo que has aportado a otros y la tranquilidad no llega con la plenitud, sino con la aceptación de que eres, también, gracias a tus vacíos.


Empiezas a construir tu vida junto a tu pareja y cada quien hace los sacrificios que son necesarios dejando todo egoísmo e ínfulas de grandeza a un lado. Pronto, ya no eres solo tú en el espejo, pues en tus brazos un bebé estira la mano y la desliza por el frío cristal, frustrado por no poder tocar al bebé que lo observa y que también intenta alcanzarlo, pero feliz de haber encontrado a un compañero que estará a su lado de por vida. Observas el brillo en sus ojos y te preguntas si los tuyos brillaron así alguna vez. Piensas que lo más lógico es que sí, y te entristece que la vida misma se haya encargado de opacar tu mirada. Entonces decides que harás lo que puedas para que el brillo de tu bebé nunca se extinga y, para ello, debes conocerlo, entenderlo, saber cuáles son sus necesidades y sus anhelos y te olvidas de tu propio espejo, para ver el reflejo de tu hijo. Ves su crecimiento, sus cambios, identificas su personalidad, pero llega un punto en el que ya no puedes ver más su espejo, en el que la relación de él con su propio reflejo está prohibida para ojos ajenos, y no puedes hacer más que mirar desde una esquina mientras que la distancia se alarga a medida que tu hijo genera su propia identidad. Te das cuenta que por momentos tu presencia es indeseable y enemiga y sientes tristeza por haber considerado alguna vez de esa manera a tu padre y a tu madre. Recibes los gritos de tu hijo y su desdén y al reprenderlo le enseñas que los mayores conflictos siempre serán con las personas que más ama y que más lo aman y sabes que, incluso si él no lo entiende, lo hará cuando empiece a transitar el letargo de la pérdida. Te convences de que, como fue tu caso, la de tu hijo solo es una etapa y que siempre serás tan importante para tu hijo como lo es tu madre y como lo fue tu padre. Y en eso regresan las pérdidas a tu vida, pues ella muere, y luego te divorcias, y tu hijo empieza a hacer su propia vida y te das cuenta que por vivir su vida dejaste, de nuevo, abandonado tu reflejo. Y duele y te preguntas si a tu padre y a tu madre les habrá dolido igual.


Y de nuevo, frente a al espejo, detallas las canas de tu reflejo y su piel cada vez más arrugada. Las mejillas y los párpados se le han caído, y la mirada parece un entretejido entre desdichas, alegría, miedos, y recuerdos, sobre todo recuerdos, pues has llegado a un punto en el que el pasado ocupa más de tu presente que el futuro, en el que ya los conocidos no se suman, se restan, y en el que a través de la pérdida has descubierto que nunca te habías sentido más libre que ahora. ¿Y qué hacer con tu libertad, le preguntas a tu reflejo, qué hacer con ella? Y la única respuesta que obtienes es disfrutar, solo disfrutar mientras apoyas a tu progenie en lo que puedas hasta que el mundo se reduzca a tu reflejo y, luego, este se desvanezca por completo, pues eres consciente de que es allá a donde te diriges, a un plano negro en el que ya no existen espejos ni reflejos y en el que lo único que queda es nadar en la absoluta oscuridad. Y a pesar de que te acercas a la pérdida definitiva, la de tu propia vida, te consuela la certeza de que esa también será tu mayor ganancia ya que conseguirás el estatus de recuerdo y, luego, del ansiado olvido, y podrás por fin descansar del mundo, sus alegrías y sus pesares.



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